lunes, 28 de julio de 2008

Cuentos solitarios II

Él es un artista que se siente… no, que se sabe incomprendido. La gente no disfruta las artes plásticas como lo hace con la música, la literatura, el teatro. No, muy pocas personas lo entienden. A él no le importa demasiado. Le duele, pero aprendió a vivir con eso desde que descubrió su vocación. Y en cada cuadro, en cada escultura, deja una parte de sí.
No tiene mucho más que sus obras, un trabajo que no lo satisface, un sueldo que apenas le alcanza para cubrir los gastos del departamento que comparte con su amigo, y un auto destartalado que es una bendición. Gracias a él soporta ese trabajo chato y sin futuro, al menos viaja tranquilo escuchando la música que le gusta. Sale con tiempo, para no amargarse por el tránsito, y se relaja en su viejo refugio con ruedas.
El reconocimiento por su arte, el día en que pueda vivir de ello, no le preocupan. Está convencido de que llegarán con el tiempo, y no va a permitirse bajar los brazos.
Sólo una cosa le inquieta el alma. Esos ojos… esa personita que le alegra la vida, ya no puede recordar desde cuándo. Alguna vez, cuando eran compañeros en la secundaria, algo pasó entre ellos. Unos cuantos besos, un par de semanas de “estar saliendo”.
Pero a esa edad las cosas no se ven claras, y sólo ahora, después de tantos años de amistad, él puede reconocer que la ama. Ella ni siquiera debe recordar esos días de “romance”, pero ahora que él siente lo que siente volvió a vivirlos como los más felices.
Y ya no aguanta. Se ven muy poco por tantas obligaciones, y él la extraña demasiado. Está decidido: mañana se animará a confesarle su amor.

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