lunes, 30 de enero de 2012

Dispersión

La vida era un caos en el país de los dispersos. Los trabajos nunca se terminaban a tiempo y constantemente debían ampliarse los plazos.
Las reuniones de amigos se extendían por horas y nunca nadie terminaba sabiendo muy bien qué había sido de la vida de los otros en el tiempo sin verse. Mientras María contaba cómo conoció al chico con el que empezó a salir, Víctor comentaba lo ricas que estaban las empanadas, Fernando recordaba a su abuelo cocinero y ya María se ponía a pensar cuándo sería la fecha de incripción para el curso que quería a hacer... todos saltaban de tema en tema sin poder concluir con ninguno.
Las obras de teatro jamás se representaban completas porque los actores se distraían con detalles mínimos y entonces recordaban otras obras en las que estuvieron y cambiaban sus textos y sus personasjes. Hubo un caso histórico en el que se batió el record de representar fragmentos de 45 obras diferentes en una misma función, varias de ellas en simultáneo (cada actor hacía un personaje de una obra distinta)*. Pero al público no le importaba, la mayoría, antes o después que los actores, ya había perdido toda atención al hilo de la historia conversando con sus compañeros, siguiendo el recorrido de una arañita, contando las lamparitas del escenario o deshilachando las costuras de la butaca de adelante.
El gasto de energía eléctrica era enorme, todos tenían constatemente prendidas la tele, la radio y la computadora, por no poder prestar atención a nada en particular ni a todo al mismo tiempo. Lo mismo pasaba con las cuentas de teléfono, eran extensas y carísimas. Ir a hacer las compras podía llevar días.
Era frustrante, triste y daba enojo no poder dar curso a ningún proyecto ni disfrutar de los acontecimientos más esperados, ni saber nada de la vida de los seres queridos por no poder concentrarse en aquello que se quería hacer. Pero ni los enojos ni las peleas ni las frustraciones duraban mucho tampoco: enseguida la dispersión los distraía impidiéndoles enfocarse en ellas.
Una vez llegó a la ciudad  un músico extranjero para ofrecer un recital (lo cuál, se sabía en todo el mundo, solía ser una gran aventura). No se trataba de un genio ni de una mente particularmente brillante. Simplemente (o no tan simplemente) era un artista. Y tenía una gran ventaja por sobre los locales: capacidad de concentración.
Este músico descubrió que la dispersión no era más que la manifestación de los múltiples matices de personalidad de cada individuo, su necesidad de ser, hacer y estar en todo aquello que fuera de su interés simultáneamente. Descubrió también que, ante determinadas circunstancias, la dispersión no era tanta. Y encontró la solución: si la música calma a las fieras ¿no podría aplacar a los dispersos?
Su ocurrencia lo llevó a realizar un experimento: hizo que un grupo de personas se pusiera auriculares por los que constantemente se escuchaba música. Canciones que todo el tiempo iban cambiando.
Al parecer, esto provocó que las "multiples personalidades" de cada individuo utilizaran como única dispersión a esa música que penetraba directamente en sus oídos, dejando a la personalidad "eje" libre para concentrarse en aquello que pretendía  hacer. Se complicó un poco encontrar un nivel de volumen que no molestara si el objetivo era ver una película, conversar, cantar o tocar un instrumento.
Pero, finalmente, el país de los dispersos se convirtió en el país de los escuchadores.Y todos fueron un poco más felices. Sólo un poco.

* Llevó tres días y cuatro horas para el camarógrafo que filmó el espectáculo y lo revió, realizar el cálculo de la cantidad de obras representadas. Todo el tiempo perdía la cuenta.

No hay comentarios: